Anatomía del ‘pato cojo’: orígenes, desafíos y evolución de una especie muy común en la Casa Blanca
Noviembre 05, 2014
La expresión nació en los círculos económicos de Londres durante el siglo XVIII. Un ‘lame duck’ era un agente de Bolsa que no podía “pagar sus deudas” y tenía que “salir arrastrándose como un pato cojo” por los callejones del distrito financiero de la ciudad.
En algún momento del siglo XIX cruzó el océano, dio el salto a la política y recibió una mención en el diario oficial del Capitolio en enero de 1863. Por entonces un ‘pato cojo’ no era un presidente sin horizontes. La expresión servía para definir a cualquier político quemado y para describir la sesión que celebraba el Congreso entre las elecciones de noviembre y la toma de posesión del nuevo presidente, que se celebraba el 4 de marzo hasta 1933.
Muchos empiezan a describir así a Barack Obama después del triunfo arrollador de los republicanos, que controlarán las dos cámaras del Capitolio por primera vez desde 2006. La derrota mermará aún más si cabe el margen de maniobra del presidente, que a partir de ahora sólo podrá dictar discursos, emitir decretos, firmar indultos, vetar los proyectos republicanos y gestionar la política exterior.
El primero de los predecesores de Obama que llevó la etiqueta de ‘pato cojo’ fue el republicano Calvin Coolidge, retratado así en un artículo de un diario de Wisconsin en mayo de 1926. Desde entonces, muchos presidentes han sufrido un sambenito que compara sus últimos días con los esfuerzos inútiles de un ave que ha perdido un miembro y apenas se puede mover.
Y sin embargo no se puede decir que las elecciones hayan transformado a Obama de pronto en un ‘pato cojo’. Entre otras cosas porque es un presidente maniatado desde que los republicanos arrebataron a los demócratas el control de la Cámara de Representantes en noviembre de 2010. Ni su segundo triunfo de 2012 ni el respaldo popular de algunas de sus propuestas le han ayudado a sacar adelante su programa, en vía muerta por el bloqueo legislativo de la capital.
Un presidente afortunado
Obama es uno de los presidentes con menos poder sobre el Capitolio del último medio siglo: concluirá su segundo mandato después de dos años con mayoría en las dos cámaras, cuatro años con mayoría en una sola y dos años sin el control de ninguna de las dos. Pero hubo otros que aprobaron más leyes con muchos menos escaños a base de negociar con la oposición. Los republicanos Richard Nixon y Gerald Ford nunca tuvieron el control de ninguna de las dos cámaras del Capitolio y sin embargo alcanzaron logros legislativos notables entre 1968 y 1976. Algo similar se puede decir del primer George Bush, que gestionó la Guerra del Golfo y el final de la Guerra Fría con el Capitolio en manos de los demócratas a base de maniobrar con los legisladores de la oposición.
Ni Bush ni Ford ni Nixon lidiaron con una oposición tan escorada como la que ha bloqueado las iniciativas de Obama. Tampoco sufrieron el impacto de un Congreso donde apenas quedan demócratas centristas ni republicanos moderados y donde se ha disparado la polarización.
El republicano Dwight Eisenhower sólo tuvo el control de las dos cámaras entre 1952 y 1954. Pero su poder mal. Pero por entonces el Congreso era una institución donde se tejían y destejían alianzas a la medida de cada proyecto y donde la llave de la mayoría solían tenerla los demócratas conservadores (y racistas) de los estados del Sur.
Ningún presidente comprendió los mecanismos de poder del Capitolio tan bien como Lyndon B. Johnson, que aprendió todos los trucos como líder de la mayoría en el Senado y los usó después durante su mandato presidencial.
Ningún episodio refleja mejor su astucia que su encuentro con el senador republicano Everett Dirksen cuando intentaba aprobar la legislación contra la segregación racial. Johnson necesitaba el respaldo de moderados como Dirksen para evitar el bloqueo de los demócratas del Sur y por eso le dijo en una de sus reuniones: “Ayúdame a aprobar esta ley y en 200 años los niños sólo se sabrán dos nombres: Abraham Lincoln y Everett Dirksen”. Nadie recordaría el nombre del senador republicano si no fuera por la frase, que refleja la habilidad del presidente demócrata para utilizar las debilidades de los congresistas a su favor.
El ejemplo de Reagan y Carter
El signo del Capitolio no tiene por qué definir el legado de un presidente. Jimmy Carter controló las dos cámaras del Capitolio durante sus cuatro años en la Casa Blanca. Pero ni siquiera eso logró enmascarar los errores de su presidencia, que concluyó con la crisis de los rehenes y su fallida carrera por la reelección. Ronald Reagan nunca tuvo el control de las dos cámaras. Pero su relación con el ‘speaker’ demócrata Tip O’Neill ayudó a su entorno a disparar el presupuesto de Defensa y a gestionar el final de la Guerra Fría sin sobresaltos en un momento muy delicado para la estabilidad global.
Aquí Neil Irwin recuerda que un presidente maniatado a veces deja a un lado su ideología para firmar leyes necesaria como hizo Reagan en 1987 al mejorar la atención a las personas sin hogar. Pero también puede abandonarse a sus peores instintos como hizo Bill Clinton en 1999 al aprobar la norma que abrió la puerta a los peores excesos de Wall Street.
Una derrota formidable al final de su mandato puede llevar a un presidente a inmolarse intentando sacar adelante una propuesta personal. Algo así intentó George W. Bush con la reforma migratoria después de perder el control del Capitolio en noviembre de 2006. Se ganó el respaldo de los demócratas y de los republicanos moderados. Pero no de los congresistas más conservadores de su partido, que para entonces habían abandonado a un presidente cada vez más impopular.
Obama afronta ahora una situación a la vez similar y diferente. Sobre todo por el giro a la derecha de los republicanos, menos propensos a los pactos que los congresistas con los que trató el propio Bush.
Los expertos no auguran grandes proyectos legislativos sino pequeños acuerdos que ayuden a salvar la cara del presidente y permitan a los republicanos demostrar que no son el partido del ‘no’. Por supuesto, Obama tiene la opción de refugiarse en desarrollar su legado en la política exterior: uno de los pocos ámbitos en los que la Constitución no restringe los poderes del presidente y le permite tomar decisiones sin el respaldo de la oposición. Siguen sobre la mesa el desafío de Putin, la campaña contra los islamistas en Irak y Siria y las negociaciones con el régimen iraní. Pero hoy por hoy no parece un territorio halagüeño para Obama, al que nunca le ha interesado demasiado la política exterior.
Arranca la cuenta atrás
El triunfo republicano de este martes es también el pistoletazo de salida de las elecciones presidenciales de 2016. Un proceso que irá mermando la influencia de la Casa Blanca entre los legisladores demócratas e irá reduciendo su poder.
Obama tiene derecho a rechazar cualquier propuesta de los senadores republicanos, que no tienen los 67 votos necesarios para dejar sin efecto el veto presidencial. También puede firmar órdenes ejecutivas sobre asuntos sobre los que la Constitución le permite legislar.
Ninguna de esas órdenes ha despertado tanta expectación como la que prepara para regularizar la situación de una parte de los inmigrantes indocumentados, aparcada en un cajón durante la campaña electoral. La Casa Blanca ha prometido tomar una decisión sobre este asunto antes de final de año. Pero artículos como éste de Ezra Klein siembran dudas sobre el alcance de su decisión.
La orden ejecutiva de la Casa Blanca tendrá un impacto muy fuerte sobre la carrera presidencial y sobre las posiciones de los dos grandes partidos en inmigración. Los abucheos a Hillary durante la campaña y las cifras de lugares como Texas y Nuevo México demuestran que los republicanos pueden recuperar terreno entre los hispanos, que se sienten defraudados por un presidente al que hace apenas dos años ayudaron a lograr la reelección.
Se antoja improbable que los republicanos vayan a retomar en los próximos dos años el proyecto de la reforma migratoria. El destino de los inmigrantes indocumentados se encuentra en manos de un ‘pato cojo’ al menos hasta noviembre de 2016.