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GUÍA PARA COMPRENDER LA POLÍTICA EN AMÉRICA

María Ramírez

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Eduardo Suárez

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Eduardo Suárez

Cinco cosas que aprendí cubriendo los últimos eventos de Donald Trump

Agosto 16, 2016

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Eduardo Suárez

Cinco cosas que aprendí cubriendo los últimos eventos de Donald Trump

 

Donald Trump hizo campaña este fin de semana en dos estados del noreste del país. El viernes por la tarde se dirigió a sus seguidores en Altoona (Pensilvania). Al día siguiente habló en la ciudad de Fairfield, en el estado demócrata de Connecticut y a una hora en auto de Nueva York. Estuve en ambos eventos y escribí sobre ellos dos crónicas que se pueden leer aquí y aquí. A continuación explico lo que aprendí sobre el candidato republicano y sobre el estado de la carrera presidencial.

1. Vítores no son votos

El candidato republicano sugirió en Altoona que sólo podía perder Pensilvania si había fraude en los centros de votación. El argumento no tenía sentido a la luz del promedio de sondeos, que lo sitúan nueve puntos por detrás de su adversaria en un estado que necesita para ganar. Pero muchos de sus seguidores se están creyendo que la elección está amañada y eso puede ser un problema al día siguiente de la jornada electoral.

El motivo por el que Trump asegura que sólo puede perder si hay fraude son las multitudes que reúne en sus eventos: en torno a 2.000 personas en Pensilvania y casi 5,000 en Connecticut.

Pero esas cifras son ridículas si las comparamos con la población de cada uno de esos estados y no todos los que vienen le votarán en noviembre. Una mujer me explicó en Connecticut que había traído a sus dos hijos porque quería que vieran hasta qué punto el candidato republicano era una mala opción. En el evento de Pensilvania, un parado me dijo que tenía la sospecha de que Trump trabajaba al servicio de Hillary Clinton porque siempre había sido demócrata y no se fiaba de su conversión.

Trump no es un político como los demás sino un tipo famoso. Muchos van a sus eventos como irían al circo si el circo viniera a su ciudad. La mayoría votarán por el candidato. Pero Pensilvania tiene casi 13 millones de habitantes y Connecticut casi tres. El tamaño de las multitudes de los mítines es irrelevante para saber quién ganará.

2. Pensilvania no es fácil

En 2016, los candidatos ganan elecciones dirigiendo sus anuncios al público adecuado y diseñando una estrategia sofisticada para sacar a la gente a votar. Por ahora el candidato republicano no está haciendo ninguna de las dos cosas y en cambio gasta tiempo y recursos en estados como Connecticut, donde no tiene ninguna posibilidad de ganar.

Pensilvania tampoco es un estado sencillo para Trump. Los republicanos no ganan aquí ninguna carrera presidencial desde 1988 y será difícil que esta vez vuelvan a ganar. Uno de los motivos es el declive de la población blanca, que representa siete puntos menos que en el año 2000.

Los blancos sin educación universitaria representan la mitad de la población de Pensilvania. Pero el estado es más diverso de lo que parece a primera vista. En los suburbios de Filadelfia han florecido industrias de biotecnología y alrededor de Pittsburgh se ha registrado una explosión de la industria energética en torno al hallazgo de gas natural.

Como indica este gráfico del Wall Street Journal, el estado incluye regiones deprimidas y lugares como Altoona, donde la economía no se ha recuperado del final de la industria del ferrocarril. Pero la mayoría de los votantes viven en torno a grandes ciudades como Pittsburgh y Filadelfia y ningún candidato puede ganar el estado sin construir un discurso que llegue a sectores más urbanos y más educados de la población.

3. La fábrica como símbolo

Antes de su discurso en Altoona, Trump se detuvo unos minutos en una fábrica de un pueblo vecino. Se trataba de subrayar el declive industrial que viven algunas regiones del estado y los problemas de lo que se conoce aquí como “el cinturón del óxido”: la región del Medio Oeste golpeada por el declive de las industrias pesadas y el ascenso de la globalización.

Trump escogió una planta de la McLanahan Corporation: una empresa fundada en 1835 que fabrica maquinaria pesada y cuyos responsables hablaron luego en Altoona para pedir el voto para él.

Los problemas de McLanahan son un reflejo de las contradicciones de esta campaña. La empresa anunció el despido de 47 personas en junio de 2015. Sus responsables atribuyeron entonces los despidos al final de su contrato con la empresa canadiense Suncor, que usaba sus productos para la producción de petróleo en la provincia de Alberta.

Ese contrato nunca habría existido si no fuera por NAFTA, el acuerdo de libre comercio entre México, Canadá y Estados Unidos del que ahora reniegan tanto Hillary Clinton como Donald Trump. El final de ese contrato y los despidos de McLanahan no tienen que ver con NAFTA sino con los vaivenes del mercado petrolero internacional.

Los responsables de la empresa piensan que su futuro depende de su capacidad para exportar y en 2015 abrieron oficinas en Moscú, India y Santiago de Chile. Son conscientes de que esa expansión es su única oportunidad de sobrevivir.

McLanahan es una reliquia en una región donde las fábricas han ido desapareciendo por el declive súbito del ferrocarril. El ocaso de las fábricas desembocó en el final de los empleos bien pagados, acompañados de buenas pensiones y de un seguro médico generoso negociado por los sindicatos fuertes del sector.

Muchos seguidores de Trump se quejan de que sus hijos salen de la universidad endeudados hasta los dientes y sólo encuentran empleo como conductores de Uber, cajeros de Walmart o camareros de Pizza Hut. El candidato presenta la fábrica como el símbolo de tiempos mejores tiempos en ciudades como Altoona y promete que esos tiempos volverán si gana en noviembre. Pero el retorno de la industria pesada depende de dinámicas económicas muy complejas que ningún presidente puede controlar.

Seguidores de Trump en Altoona. / Eduardo Suárez

Seguidores de Trump en Altoona. / Eduardo Suárez

4. Los insultos suman 

El punto fuerte de la campaña de Trump es que no es un político. Se podría decir que también es su punto débil pero eso no importa a sus incondicionales, que vienen a sus eventos con ganas de escuchar los discursos improvisados y poco convencionales que lo hicieron célebre durante las primarias republicanas.

“Dice cosas estúpidas pero yo no soy un político y también las digo”, me decía el viernes en Altoona el republicano Scott Alter, que no votó por Trump en las primarias pero ahora votará por él.

“No es un tipo políticamente correcto y eso está bien”, explicaba Liza Smith, que había venido con su hijo. “No dice lo que la gente quiere oír sino lo que le da la gana. Preferimos oír a alguien así y no a políticos que leen discursos que han escrito otros”.

No son los únicos ejemplos. Muchos seguidores de Trump ni siquiera disculpan sus palabras más desafortunadas: las elogian como la prueba de que el candidato no es un títere de los poderes fácticos sino un outsider capaz de transformar la sociedad.

Esa veneración explica que el candidato suelte cosas que no dicen otros candidatos. Trump dijo en Pensilvania que quería salir de allí e irse a su casa. En Connecticut avanzó que podría mentir a sus seguidores en el futuro pero que nunca mentiría a un joven al que había subido al escenario como responsable de una organización no gubernamental.

Su campaña es tan poco profesional como el candidato. En agosto gastó menos dinero en anuncios que la candidata verde Jill Stein y hasta ahora sólo tenía una oficina en Florida: un estado que necesita para ganar.

5. La jaula de los leones  

Algunos seguidores de Trump no quieren hablar con los periodistas. Otros lo hacen pero incluyen en sus palabras una enmienda a la totalidad. “Los medios tergiversan sus palabras y por eso va por detrás en los sondeos”, me dijo en Altoona un veterano que unos minutos había dicho mal el año en que se había aprobado la Constitución.

La hostilidad hacia la prensa es una constante en la campaña pero se ha recrudecido en los últimos eventos. Sobre todo en el que se celebró en Connecticut, donde el candidato incitó a sus seguidores hasta siete veces a abuchear a quienes cubríamos el acto y dijo que si por él fuera sacaría las cámaras de la sala para que los seguidores que estaban detrás pudieran ver mejor.

Son palabras inéditas en alguien que aspira a llegar a la Casa Blanca pero  no surgen de la nada. Líderes como Newt Gingrich, Rick Perry o Ted Cruz han presentado a menudo a los medios como parciales contra los republicanos y empresas como Breibart o Fox News han construido su éxito en torno a esa acusación.

Quienes cubrimos a Trump estamos recluidos en un corralito vallado del que la campaña no nos deja salir con cámaras ni micrófonos. Es como estar dentro de la jaula esperando al domador. Algunos seguidores de Trump son amables y muchos se hacen fotos con los presentadores famosos al final del acto. Pero escuchamos insultos y mofas mientras escribimos. Es una atmósfera distinta de la que percibimos hace cuatro años en los mitines de Mitt Romney y de la que exudaban este año los eventos de Marco Rubio o Jeb Bush.

Como explica aquí el Economist, las palabras de Trump son un ataque a la Primera Enmienda de la Constitución, que protege la libertad de pensamiento y la actividad de los periodistas que informan sobre la campaña. El candidato ha vetado a varios medios y amenaza ahora con apartar también al New York Times.

Al final del evento de Connecticut, la mujer que había traído a sus hijos para que vieran hasta qué punto Trump era un mal candidato me preguntó cómo me había sentido cuando sus seguidores nos habían insultado y abucheado. Le dije que me sentía triste por un país al que admiro por tantos motivos y que seguiría cubriendo a Trump de la misma forma: escuchando a sus seguidores, reflejando sus palabras y diciendo si sus afirmaciones se ajustan a la verdad.

Eduardo Suárez

Eduardo Suárez (León, 1979) ha ejercido como corresponsal del diario ‘El Mundo’ en Londres, Bruselas y Nueva York y es creador junto a María Ramírez de la web de innovación periodística #nohacefaltapapel. Licenciado en Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca, ha cubierto diversos procesos electorales y ha entrevistado a líderes como Marco Rubio, Tony Blair o Gordon Brown. En 2011 asumió la corresponsalía del diario en Estados Unidos, donde cubrió las elecciones presidenciales de 2012 y el atentado contra el maratón de Boston y donde escribió decenas de historias sobre ciencia, cultura e innovación. Ha ejercido como comentarista en programas de canales como CNN, Univision, BBC, NY1 Noticias o Sky News. Es autor de los libros ‘La carrera’ (2012), ‘El rastro del Exxon Valdez’ (2014) y ‘Marco Rubio y la hora de los hispanos’ (2016). Ganó el Premio Internacional García Márquez al mejor texto de 2014 con un reportaje en Alaska sobre el Exxon Valdez. @eduardosuarez

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